James Goldfield toma el relevo del malogrado Norman Hills al mismo tiempo que Polecat, Sentencia y Horus empiezan a patrullar las calles, pero la juventud del número 4, sometido a la tutela a veces excesiva de un Dixon que no está dispuesto a perder a otro compañero, contrasta con el curriculum del Centinela, que lleva décadas en activo: los vastos recursos tecnológicos y conocimientos que acumula la organización hacen palidecer los voluntariosos esfuerzos de los otros vigilantes, que actúan en condiciones cuando menos precarias. Ante esta situación el criterio de Wayland al respecto es claro: se trata de un puñado de aficionados imprudentes y poco fiables que tendrán suerte de no salir mal parados. En consecuencia, las instrucciones para Dixon y Goldfield son claras: eludir a los otros vigilantes y, todo lo más, evitar que se metan en líos. Y, efectivamente, el Centinela se ve obligado no pocas veces a sacar las castañas del fuego a sus camaradas de armas, y, en más escasas ocasiones, ha de agradecer la intervención de alguno de ellos.
La separación se revela así una meta imposible y en varios momentos los caminos de los enmascarados se cruzan con los de los hombres que dan vida al Centinela: Dixon, que trata a los demás vigilantes con distanciamiento y una hostil territorialidad, que no hace sino esconder el recuerdo de la muerte un joven Número 3 que llegó demasiado lejos en su intento de salvar la ciudad; y Goldfield, que libre de las cargas del pasado del Centinela se muestra mucho más dispuesto al diálogo y la colaboración con unos hombres que no percibe como significativamente diferentes de él mismo. El resultado habría sido una imagen errática y un tanto esquizofrénica según quién esté bajo la máscara, de no ser por el esfuerzo supremo de Wayland para coordinar a ambos vigilantes y evitar que las diferencias entre ambos portadores del traje pongan en peligro el secreto del Centinela. Incluso así, el secreto llega varias veces a pender de un hilo ante la capacidad deductiva de Horus y Polecat y la intuición de Sentencia. Pero quien realmente llega a poner a prueba la fachada del Centinela, e incluso a romperla al menos en parte, será una joven Felina que a lo largo de los últimos años 70 cautivará a Número 4 entre insinuantes persecuciones por las azoteas y amorosos zarpazos gatunos.
Pero mientras ese desenlace llega, la era de los vigilantes va viendo madurar a Goldfield y envejecer a Dixon hasta que finalmente, en 1981, los 37 años del Número 2 pesan tanto que sólo un milagro le permite escapar de una trampa urdida por un diabólico y reaparecido Dr. Fatos. Ansioso de vengar a Hills, Dixon desoye varias órdenes directas de Wayland y entra de cabeza en el juego del villano, que le pone auténticamente contra las cuerdas. El milagro llega en forma de Iris, quien ansiosa de intervenir se pone a sí misma en peligro de tal modo que Dixon, reviviendo la muerte de Número 3, renuncia a perseguir a Fatos para salvarla. El subsiguiente choque frontal de Dixon con Número 1, en el que ambos se culpan de la muerte de Hills, causa heridas demasiado profundas en el equipo. La mezcla del peso de los años, la impotencia ante los hechos pasados, el orgullo herido y las cicatrices acumuladas llevan a Dixon a colgar la máscara y apartarse del sueño de Wayland de tener en el hombre que fue Linx a un sucesor.
Goldfield asiste a la ruptura con pena y resignación, centrándose en el entrenamiento del joven Johnatan Spencer, un muchacho idealista y comprometido que accede al puesto de Número 5 poco después; la marcha de Dixon priva a Goldfield de su “hermano mayor” y le convierte en el Centinela veterano. Ahora tendrá más peso en el equipo y, como prueba de ello, en 1982 logrará imponer su criterio ante la crisis del envenenamiento de los depósitos de agua de Betlan City, lo que le llevará a comandar a Adalid, Polecat, Sentencia y Horus en una operación sin precedentes para detener al Dr. Fatos.
Son los años gloriosos de la Era de los Vigilantes, pero el tiempo tampoco pasará en balde para el Centinela: sin el talante protector de Dixon tras su amarga partida, los devaneos de Goldfield con Felina cosechan críticas cada vez más duras de Wayland, lo que empieza a causar una brecha entre ambos; la prensa empieza a ganar en los titulares de la mañana la batalla que los enmascarados libran de noche sin que el Centinela se salve de perder el favor del hombre de la calle; y, por último, una serie de crisis de ausencia y pérdidas de sensibilidad alarmantes ponen de manifiesto que algo va mal con el operario de Control, Mathew Williams. Eventualmente, el diagnóstico de Ataxia Cerebelosa de Friedrich emerge arrojando una sentencia de muerte sobre Mathew, sin importar las generosas donaciones de Industrias Wayland para desarrollar un tratamiento contra la enfermedad.
Todos estos hechos van desgastando poco a poco, imperceptiblemente, el espíritu del Centinela, tiñendo el ambiente de un pesimismo gris, de la sensación de que los tiempos están cambiando. Como un reflejo de ello, las maneras de los criminales de la nueva ola que envenena el corazón de Betlan City se van tornando brutales y despiadadas al extremo. Las bajas inocentes se multiplican, los escándalos de pederastia y tráfico de drogas aumentan ante los esforzados intentos de Goldfield y Spencer, que se llevan buena parte de las críticas en los medios de comunicación ante la imparable ola de crimen y corrupción. Lejos de romperse, Spencer y Goldfield formarán un equipo extremadamente compenetrado, unidos por la presión en todos los frentes.
Goldfield se acostumbra a pasar en Control sus turnos libres, incluso cubriendo la posición de Wayland cuando la creciente familia del Número 1 lo demanda. Spencer desarrolla una confianza ciega en él, hasta el punto de respetar su criterio de actuación en relación a Felina, “cubriendo” de facto los amoríos de su compañero. En estos últimos años el incansable idealismo del Número 5 y la leal amistad con su veterano contrapartida serán el principal sostén del equipo, especialmente cuando las señales de la decadencia de la Era de los Vigilantes se hacen claras y los demás enmascarados van, poco a poco, saliendo de escena, en formas no siempre discretas.
No obstante, la presión va haciendo mella en Goldfield, y tras un duro enfrentamiento con Wayland a raíz de su relación con Felina, y una fuerte discusión con esta que acaba en ruptura, Número 4 va madurando la idea de dejar el equipo y comienza a preparar a un sustituto, Clive Burrows. Su última actuación tiene lugar en 1989, para salvar a Brooke Wayland, nieta de Número 1, de la actuación del vengativo Hamelin, un exempresario alemán que al mando de su banda de “ratas” decide ejercer una despiadada retribución sobre los hijos y nietos de los hombres de negocios que le llevaron a la ruina. La operación es un éxito, pero Goldfield se siente mayor, falto de apoyo por parte de Wayland y piensa que ha desperdiciado el amor de su vida. Sin voluntad de continuar, pasa el testigo al Número 6 y abandona la máscara en favor del trabajo con los jóvenes en la Fundación Wayland. Atrás quedan el inexperto Burrows y un Spencer perdido sin su camarada y que no habrá de seguir en el puesto más que un año. Con la retirada de los dos centinelas que han capitaneado a la hueste de enmascarados de Betlan City, la era de los vigilantes toca a su fin.
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