La historia del reino de Navarra transcurrirá a lo largo de los siglos XIV y XV a la sombra de sus tres reinos vecinos, Castilla, Aragón y Francia, que buscan anexionarse a toda costa el pequeño reino, lo que casí se consigue a finales del siglo XIII, cuando Juana I se casa con el rey francés Felipe IV el Hermoso: a partir de ese momento, la historia de Navarra queda unida a la de Francia. Su reinado se caracterizó por importar de Francia una costumbre muy extendida por entonces en el reino vecino, la de perseguir al judío, y Juana I impuso alguna que otra ley al pueblo hebraico que habitaba Navarra.
Cuando muere en 1305, le sucede en el trono navarro el mayor de sus tres hijos, Luis I (tranquilo, que luego hablaremos de sus hermanos), el que pocos años después también sería coronado como Luis X de Francia. Con su primera mujer, Margarita de Borgoña, tiene una hija, Juana, aunque la cosa no fue a más ya que sus cuñadas le fueron con el chisme a Luis de que Margarita le estaba adornando con unos hermosos cuernos su real cabeza y que su hija Juana era en realidad de otro hombre —que malas que son las cuñadas, ¿verdad?—. El rey reaccionó un pelín mal al oír esos comentarios y ordenó de inmediato el estrangulamiento de la adultera, ganándose desde entonces el apelativo de el Turbulento (lo cierto es que lo único que le salvó de nombres aún peores es que era el rey). Por suerte, su hija Juana siguió siendo considerada legítima, pero como Luis aún no había conseguido tener descendencia masculina, lo que en Francia se lleva muy a rajatabla, volvió a casarse, esta vez con Clemencia de Hungría, que pronto se queda embarazada, aunque Luis no acudiría al parto, pues muere envenenado en 1316. Cinco meses después de su muerte, Clemencia trae al mundo al hijo de Luis, Juan, que es declarado rey desde el mismo momento de nacer, aunque no es que lo disfrutara mucho el pobre, pues muere pocos días después de ser alumbrado, pasando a la historia como Juan el Póstumo, tejiéndose alrededor de su corta vida multitud de leyendas, como la que aseguraba que el bebé había sido asesinado por su tío, o la que defendía que había sido cambiado por el hijo de un labriego al nacer, con lo que todavía seguía vivo sin saber cual era su verdadero linaje.
Pero vamos a lo que vamos. Llegados a este punto quizás podíamos pensar que el trono debía pasar a manos de la única hija legítima de Luis, Juana, pero eso es pensar demasiado, sobre todo si tenemos en cuenta que aún siguen vivos dos hijos de Juana I de Navarra y, por tanto, hermanos del rey fallecido. Así que dicho y hecho: la corona pasa ahora a manos de Felipe II de Navarra y V de Francia, apodado el Largo, que años después, en 1322, fallece tras larga y penosa enfermedad sin haber dejado tampoco descendencia, por lo que le toca el turno ahora al último hijo vivo de Juana I, Carlos I de Navarra y IV de Francia. Pero tampoco tenemos suerte, pues muere en 1328 sin heredero varón, y con él desaparece la dinastía de los Capetos. Así que mientras en Francia comenzaba un nuevo linaje, Navarra se separa del reino francés, pues por fín la hija de Luis I es coronada como Juana II de Navarra.
La nueva reina, acompañada por su marido Felipe de Evreux, se vuelca por entero en el gobierno navarro, ampliando el Fuero Navarro, favoreciendo a la burguesía urbana y fortaleciendo el poder de la justicia dentro del reino. Claro que, para no perder la costumbre que exportó su abuela, permite que fray Pedro de Ollogoven anime varios saqueos a juderías y aljamas, para que una vez apagados los incendios y enterrados los cadáveres, la reina imponga leves castigos a los culpables y se embolse la indemnización que se les debía a los judíos supervivientes. Además, por si se les ocurre protestar, ordena que la aljama de Pamplona sea cercada por un muro: como ven, los nazis no inventaron nada.
En 1349, Juana II pasa a mejor vida y le deja el reino a su hijo Carlos II, al que los franceses le pusieron de sobrenombre el Malo, más que nada porque desde que llegó al poder intentó por todos los medios meter su cuchara en todos los platos: se alío con Inglaterra en contra de Francia, intentó recuperar Champaña y durante la Guerra de los Dos Pedros y la guerra civil castellana, confabulaba un día con un bando y al día siguiente con el otro. Al final, lo único que consiguió fue que todos se enemistarán con Navarra, hasta tal punto que su hijo llegó a ser tomado como rehén por los franceses y a que Enrique II de Castilla se le presentara un buen día ante las puertas de Pamplona acompañado de un nutrido ejército y le sacara a Carlos quince plazas navarras, “por las molestias ocasionadas”, lo que acabó de raíz con tanta veleidad del rey navarro —y es que un sopapo a tiempo…—. Muere en 1387, y tal y como ordena en su testamento, el médico judío Samuel Trigo embalsama su cuerpo no sin antes extraerle el corazón y los intestinos: el cuerpo fue enterrado en Pamplona, las entrañas en Roncesvalles y el corazón en la iglesia de Ujúe. Está claro que, hasta muerto, quería estar en misa y repicando.
Le sucede su hijo Carlos III, el que estuvo preso en Francia, que parece que se ha aprendido la lección de no meterse donde no le llaman a uno, y decide parlamentar con todo Cristo, y nunca mejor dicho, pues además de hacer las paces con Francia, Inglaterra, Castilla y Aragón, lo hace con el papado —hasta ese extremo de discordia había llegado su padre—, olvidándose de ampliar el reino a costa de varapalos, pues había quedado claro que no estaba Navarra en condiciones de guerrear con sus vecinos. Muere en 1425 dejándole el reino a su hija Blanca I, a la que no interesaban muchos estas cosas de gobernar y reinar, pues dejó dichos asuntos en manos de su marido, el por entonces infante Juan de Aragón, con quien tiene un hijo, Carlos de Viana.
Blanca I de Navarra muere en 1441 y deja bien clarito en su testamento que Navarra pase a manos de su hijo Carlos, pero su marido, Juan, dice que no lleva las gafas de leer y que no entiende lo que dice ahí, que él seguirá siendo rey de Navarra y no hay más que hablar. Así que entre que su padre se ha pasado la sucesión por donde te dije, y que encima se ha vuelto a casar con una tal Juana Enríquez a la que no puede ni ver —sentimiento mutuo, por cierto—, su hijo pilla un enfado de tres pares de narices, y poco a poco el reino se va dividiendo en dos bandos: por un lado, los beamonteses, que apoyan a Carlos, y por otro los agramonteses, que apoyan a su padre, y como no consiguen ponerse de acuerdo, en 1451 se arremangan las camisas y se lían a tortas en Aibar, donde Carlos de Viana es hecho prisionero por su papá. Al final, Juan —que será todo lo que queramos que sea, pero sigue siendo su padre— lo libera y una vez coronado como Juan II de Aragón tras la muerte de su hermano Alfonso V, nombra a Carlos gobernador de Cataluña. Pero lo que parecía final feliz se transforma de nuevo en tragicomedia, pues antes de que el de Viana llegue a Barcelona, su madrastra, Juana Enríquez, convence al padre de que Carlos está muy envalentonado y que puede ser peligroso tenerlo por ahí suelto, con lo que Juan II lo vuelve a encerrar, una medida que enfada hasta tal punto a los catalanes que en cuento llega su hijo a la ciudad, lo reciben con todos los honores y lo declaran, por su cuenta y riesgo, heredero universal ya no solo de la corona de Navarra sino también de la de Aragón. Claro que nadie contaba con que poco más de tres meses después de llegar a Barcelona, Carlos de Viana muere, casualmente, de una enfermedad. Lo que, por cierto, no convence a los catalanes, que aseguran que menos enfermedades y más venenos es lo que hay por medio, y culpan de todo a Juana Enríquez y, de carambola, al propio Juan II, declarando la guerra al rey, al que le costará sangre, sudor y años detener finalmente.
Tras la muerte de Carlos de Viana, Juan II se vuelca en sus problemas aragoneses, dejando como gobernadora de Navarra a su hija Leonor, que firma algún que otro acuerdo de paz con los beamonteses, lo que parece que no sentó muy bien a su padre, que creía que la hija le estaba ninguneando, así que también se enzarsa en disputas con ella, llegando a mandar asesinar al principal consejero de Leonor, ni más ni menos que al obispo de Pamplona. Al final, las aguas vuelven a su cauce, y Leonor es declarada gobernadora perpetua de Navarra y tras la muerte de su padre en 1479 es designada como reina, lo que no le sirvió ya de mucho, pues quince días después de ser coronada, muere en Tudela, dejando el reino en manos de su nieto, Francisco I de Foix, que no llego ni a reinar, pues hasta su muerte cuatro años después, los asuntos del reino quedaron en manos de su madre, Magdalena de Francia, que continuó ejerciendo la regencia cuando su hija, Catalina de Foix —hermana de Francisco— se convirtió también en reina de Navarra, teniendo que sufrir un reinado que se vio constantemente amenazado por las maniobras francesas y aragonesas para anexionarse su territorio. Finalmente, Fernando II de Aragón invade Navarra y fuerza a las Cortes para que lo declaren rey de Navarra. El pequeño reino perdía ya para siempre su independencia.
2 comentarios:
Cuánta mala uva había antaño, hay que ver...
(Gracias por el aporte ;))
Tendrías tú que ver (y lo verás) a los granadinos...;)
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